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Una vida que debió nacer viva

Una vida que debió nacer viva

Un periodista frustado

Fueron nueve meses de expectativas constantes. Mi hermana estaba tan contenta con su barriga, que apenas tenía tiempo para pensar en pormenores. Ni siquiera el sexo quería saber, aunque para nadie es un secreto que le encantan los varoncitos. Sus chequeos médicos eran puntuales, y eso la hacía mucho más feliz todavía, pues constituía un momento adicional para disfrutar de aquel embarazo que no dejaba de crecer y darle carpetas, a ella, a su esposo, a sus dos hijos y a los vecinos, que a veces tenían que ayudarla hasta a pararse de una silla, por lo panzuda que su puso en la postrimería de su emocionante (y desesperante) estado de gestación.

 

Sus dos primeros muchachos, uno de ocho años, y una niña preciosa de tres, los parió a fuerza de pujanzas en la Maternidad La Altagracia. Pero se le antojó alumbrar el tercero en el hospital de Villa Mella. Allí comenzó su pesadilla.

 

Un doctor de apellido Cáceres, del personal médico de este centro hospitalario sin dolientes ni regentes, fue quien todo el tiempo atendió a mi hermana, porque ella le había comentado de algunas complicaciones, como sus problemas congénitos de presión arterial, sobrepeso y signos preocupantes de diabetes.

 

El día esperado llegó y la sorprendió sola. No estaban ni su esposo, ni sus vecinas que estuvieron siempre atentas a su embarazo. “Estoy sola”, me llamó el martes al celular, minutos después de las 8:00 de la mañana. Respondí reiterándole la pregunta que le hacía una y mil veces: Mildred, ¿te vas a quedar en ese hospital?

 

Nunca me gustó la idea de que asistiera a un hospital donde presenciar abortos en los pasillos, mujeres sangrando a punto de desmayar por falta de atenciones básicas, quejas al granel por simplezas como falta de sueros o hilos para coser, ya no sorprenden a quienes osan acudir a este centro hospitalario cavernario y con esperanzas remotas de mejorar.

 

En casi todas las consultas con el doctor Cáceres, Mildred siempre preguntaba sobre las posibilidades de que le practicaran una cesárea, porque la inquietaba que las sonografías nunca arrojaran informaciones elementales como el tamaño y la posición de la criatura.

 

La noche del martes antes de alumbrar, un médico del área de emergencias confirmó que la criatura decía con sus contoneos que el tiempo de salir del vientre estaba cerca. Y se sorprendió de que justo con 40 semanas cumplidas y consabidos problemas de presión arterial, el doctor Cáceres no ordenara una rápida intervención para que el parto no se complicara. Mildred cuenta que Cáceres nunca tomó estos elementos en consideración.

 

Cada contracción aumentaba el temor de mi hermana, como si advirtiera de esta forma que se acercaba lo que venía presintiendo y que desgraciadamente pasó. Era una niña de once libras, parecía que nació criada. Nació muerta. Cáceres no estaba presente. Por eso no pudo dar la cara para enfrentar la carga de conciencia por algo que pudo evitar y que por razones desconocidas no lo hizo.

 

Curiosamente, como si se tratara de un episodio de dimensión selvática, quien entró presuroso a la sala de partos fue el doctor Ricardo Wagner, director de eso que muchos insisten en llamar hospital. El mismo galeno que ahora exige a mi hermana los resultados de la última sonografía. No sabemos para qué. El mismo doctor que pretendía negociar con el padre de la niña muerta, para que no escribiera esto que ruego compartir con cuantas personas sea posible. Mi hermana está destrozada. Mi sobrinita está muerta. Y nadie tuvo la culpa.     

 

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